Cena fin de curso
...
...
...
...
...
...
...
...
...
Cena de fin de curso
...
...
...
Pep, Oro y M. Antonia
cena
Cena de fin de curso
Ya era casi la hora citada, las calles de la ciudad estaban colapsadas. No importaba, al fin y al cabo pensé, no pasa nada si una dama se hace un poco de rogar.
El nerviosismo no era tanto por la hora, si no, por no saber qué encontraría a mi llegada. Todo tan misterioso... Llegué frente a la entrada del hotel, quedé impresionada al verlo. Me atreví a entrar en el lobby y quedé admirada frente a tanto lujo. Me dirigí a los ascensores temblando. Piso 19...
Las paredes de mármol travertino y las alfombras damasquinadas daban una suave calidez al ambiente... frente a la puerta, lo acordado; una suave venda de terciopelo. La respiración se aceleraba mientras ceñía la cinta a mi cabeza, pero ahí estaba, temblorosa y nerviosa por la cita. Golpeé la puerta con toda la firmeza de la que disponía en ese instante, y a los segundos noté como se abría... el pasillo del hotel quedó invadido de una candidez absoluta mientras las notas beethovenianas del Claro de Luna se esparcían por el sublime enmoquetado, se prendían en la seda de mi vestido y se enredaban en mi pelo. Entonces su mano cálida tomó mi muñeca y me guió hasta un sillón, deslizó el abrigo por mis hombros. Oí chisporrotear la chimenea.
Nunca antes me había sentido tan vulnerable y a la vez tan excitada. Agarró mi mano y colocó una copa helada, el champán estaba ciertamente delicioso. Entonces noté su respiración en mi nuca, y un escalofrío sacudió mi cuerpo. La venda cayó lentamente de mis ojos, y de no ser porque estaba sentada hubiera creído desmayarme al notar sus dedos rozando mis brazos desde la muñeca hasta mi nuca. ¿Estás cómoda?
La mesa estaba excepcionalmente dispuesta, con un gusto exquisito. Las llamas de la chimenea bailaban en los filos de oro de las copas, y resaltaban los finos bordados de la tapicería. Al fin identifiqué el suave aroma de las damas de noche, mi flor preferida, no pude dejar de esbozar una sonrisa. Él estaba radiante, quizá un poco nervioso, eso le confería un aire si cabe más encantador de lo habitual, aunque se le veía desenvuelto, así sirvió la cena.
Nada había sido dejado al azar, ni la mismísima Hebe hubiera servido mejor a los dioses, y así nos embriagamos con las más exquisitas carnes y las salsas de queso más deliciosas, regadas con el mejor de los vinos... ¿Cómo sería tu cita perfecta? me preguntó en cierta ocasión; - No existe la cita perfecta, sino la compañía perfecta.- acerté a decir entre risas... Esta noche conjugaba ambas cosas, un ambiente delicioso y una compañía excepcional... la amenidad de la conversación jugaba a nuestro favor y entre risas y miradas furtivas, discutimos de todo y de nada hasta llegar a los postres. Un impecable bouquet de repostería nos aguardaba. Entonces supe que estaba perdida. Nada más lujurioso que el chocolate para elevar los deseos del alma... desconozco si a esas alturas de la velada me había perdido entre las notas azucaradas de los bombones, o en la espesura de sus ojos... sólo sé que acerté a oír mi tema favorito en el hilo musical. - Perfecto- pensé, bebí un último trago de la copa, dejé mi servilleta en la mesa y me levanté. Tendí mi mano y por respuesta la suya se posó sobre la mía.
Solos, él y yo, en esa habitación, un mundo, el nuestro.
Coloqué mis brazos alrededor de su cuello y él hizo lo propio con las suyas entornando mi cintura, aspiré el perfume de su pelo... ya inolvidable para mí y nos dejamos llevar... No sé en que momento pasó, ni si la música había dejado de sonar, sólo sé que en un punto estábamos demasiado cerca y ninguno de los dos pensaba retroceder, así fue cuando me fundí al calor de sus labios. Un suave roce tan sumamente tierno y cálido que nos estremeció a ambos, pero como suele pasar, una vez probada la ambrosía, ya no deseas dejarla... así que fue el inicio de una tormenta de caricias, abrazos, besos y suspiros sólo apagados por el repiqueteo de la lluvia en los ventanales abiertos a las luces de la ciudad, nunca la luna vio a dos amantes amarse de tal modo...
Le descubrí observándome mientras me hacía la dormida, sentado sobre las sábanas revueltas. Me incorporé, desperecé y abracé por la espalda colocando mis manos en su pecho. Cómo ha dormido mi ángel? ,Yo - le susurré mientras besaba su cuello, - en el cielo.
Y fue entonces cuando el dios dejó de lado sus atributos por una noche y osó fijarse en una vil mortal, extranjera. Y cruzó la orilla para deslumbrarla con su presencia, para habiéndola besado una única vez, robarle el corazón y enterrarlo entre las arenas de Egipto... para la eternidad
La semana había sido muy dura, apenas habíamos dormido un promedio de cuatro horas diarias. Estábamos aprovechando el viaje hasta el límite, sin embargo hoy nos habíamos tomado un día de relax, navegamos por las tranquilas aguas del Nilo en un paseo bellísimo en faluca, el calor bronceaba nuestras espaldas mientras rozábamos con la punta de los dedos el verde frescor del agua.
La noche estaba cayendo y tras la cena, decidimos dar un paseo en calesa, mi acompañante de paseo esa noche, sería Ahmed. Podría intentar expresar en palabras lo que el egipcio hacía sentir en mí, pero no lo conseguiría. Tenía el porte de un dios de ébano. Su cuerpo era atlético y se dejaba intuir bajo su chaqueta deportiva y sus vaqueros. Su perfil perfecto superaba la belleza de cualquier relieve que hubiera admirado hasta entonces, su mentón de contorno divino y hoyuelo le confería un aire arrebatador. Sus ojos mismos tenían la profundidad de los pasajes coránicos, y sólo rivalizaban en belleza con su pelo azabache. No en vano su nombre significa digno de alabanzas. Cuando de sus labios carnosos, que invitaban a probar la ambrosía, surgían las historias de los mitos faraónicos asemejaba un arpista que con su diestra mano hiciera vibrar todas y cada una de las fibras de mi corazón, estremeciéndome a cada palabra, en un castellano con tintes arábicos que contenía en sí toda la frescura del Nilo, y que hubiera ablandado el corazón de la mismísima Hathor.
Los coches de caballo se dirigieron en fila hacía el mercado de las especias, una mezcla de olores a azafrán, añil y carcadé inundaba la noche de Assuan, mientras el traqueteo de la calesa prorrumpía entre los cientos de tenderetes que lindaban con la carretera. Sentada en un extremo del coche dejaba mecer mis cabellos con la brisa cálida, y admiraba las luces de las tiendas y comercios, dejándome embelesar por las músicas que se escuchaban entre las callejuelas. Me sentía tan afortunada de poder disfrutar de ese momento. Bordeamos de nuevo el río y deseé una vez más que ese recorrido no terminara nunca, cuánto había deseado ver todo eso y qué rápido el tiempo me lo robaba todo. Ahmed conversaba en árabe con el cochero, y saludaba de vez en cuando a los vendedores que nos veían pasar. Nos dimos cuenta de que ambos teníamos los pies colocados del mismo modo sobre el asiento delantero y las manos cruzadas sobre el regazo. Con una sonrisa comenté que parecíamos enfadados, y fue entonces cuando pasó su brazo tras de mi y colocó su mano sobre mi hombro. Mentiría si no dijera que quedé paralizada, debió darse cuenta porque me preguntó si molestaba; por supuesto le contesté que no. Así fuimos hablando de muchas cosas; el papel de la mujer en su cultura, la concepción de los egipcios en cuanto a las occidentales, de los requisitos para ser guía allí, anécdotas que le habían acontecido con otros grupos de turistas, incluso de nuestras relaciones anteriores, o de mi admiración por contemplar 5000 años de historia conviviendo con los edificios actuales.
Pasamos por delante del Old Cataract, el hotel en el que se filmara Muerte en el Nilo; eso significaba que el paseo estaba tocando su fin. La cuesta que subía hacia el hotel era pronunciada, así que el cochero tuvo que azuzar al caballo para que, al galope, se hiciera por la rampa. Me sujeté con fuerza al respaldo del asiento y noté la mano de Ahmed firme en mi hombro, llegando a nuestro destino, el egipcio fijó sus ojos en los míos. Por un segundo creí que se paraba el tiempo, entonces me pidió permiso para darme un beso, sorprendida por la inesperada petición se me escapó una sonrisa nerviosa, y puse tímidamente mi mejilla, su beso se dejó caer cerca de la comisura de mis labios estremeciéndome por completo. Tuve que apoyar mi mano en su rodilla para no perder el equilibrio. Era imposible, pensé, que me estuviera pasando eso a mí, en ese momento, en ese lugar, con él. Pero más increíble fue cuando volvió a cruzar su mirada con la mía, y con toda la fuerza de esos ojos mágicos clavados en los mios me susurró, antes de posar su boca sobre la mía, que se refería a ese beso. Juro que no recuerdo el tiempo que duró, sólo sé que el cochero se volvió y nos indicó que ya habíamos llegado. Antes de saltar de la calesa y con ese acento encantador me susurró una última frase, unas palabras que me desconcertaron, y que no entendí hasta dos días más tarde en la Mezquita de Alabastro.
Pero esa frase...esa frase me la guardo para mí.
Un día Andrea trajo a casa su nueva adquisición. Era una bola de cristal hermosísima, con una muñeca que parecía de trapo dentro. Cuando le daban cuerda sonaba una dulce melodía y al darle la vuelta, una lluvia de nieve de colores se arremolinaba en torno a la figurita. La colocaron en una estantería junto con otras bolas de cristal y una caja de música esmaltada.
La primera noche que pasó la muñeca en la estantería se sentía triste porque la habían separado del resto de sus compañeras, y así sollozaba en silencio. Entonces reparó en una bola cercana. Era mayor que las demás y en su interior se veía un castillo encantado, pronto se daría cuenta de que cuando Marta se acostaba, las pequeñas luces de los ventanales se encendían. Intentando ver a través de ellos la sorprendió una voz femenina. Era dulce y cándida, y provenía de la cajita de música. La muñeca quedó admirada al ver a la simpática bailarina que hacía equilibrios sobre sus puntillas. No tardaron en hacerse amigas. Sin embargo la muñeca era muy curiosa y siempre oteaba a través de las ventanitas del castillo. Esperaba cada noche que llegara la hora en que Andrea se acostaba para presenciar el espectáculo. Había oído lo que las habitantes de otras bolas contaban sobre la leyenda del castillo, que en su interior vivía un mago muy poderoso y que embrujaba a quienes entraban por la puerta. Sin embargo la curiosidad de la muñeca era mayor a sus propios miedos. Una noche del castillo surgió una melodía, una canción que a la muñeca le resultaba extrañamente conocida y, embobada por tan familiares acordes, se aventuró a seguir las notas... cuando se dio cuenta apareció en el salón del castillo. Nadie sabe qué pasó ni tampoco el porqué... pero lo cierto es que la muñeca antes de trapo, se había vuelto de la más delicada porcelana. Las demás bolas rabiaron de envidia, pero la nueva muñeca se veía más bonita que nunca, por eso las demás le dieron de lado. Sólo la bailarina permaneció con ella, hablaban y reían cada noche. La muñeca se sentía feliz y arropada. Sin embargo la felicidad no es eterna, y durante varias noches se oyeron diferentes músicas parecidas a las que un día atrajeron a la muñeca. La blanca porcelana palidecía cada vez más en su rostro. Sabía pero no quería atender a razones. Dudaba, pero temía preguntar. Preocupada, la bailarina trató de consolarla, y la animaba en secreto. Hasta que un día, ésta que llevaba mucho más tiempo allí que la muñeca y sabía de todos los secretos de la estantería, cansada ya de la tristeza de su amiga le hizo ver la realidad. La muñeca desesperada intentó en vano romper el cristal que la atrapaba, pero sólo consiguió arremolinar la nieve enturbiando el agua. Se veía eternamente en esa estantería teniendo que escuchar la música que un día le pareció celestial, pero que ahora resonaba en su vidrio grotescamente. Así que ideó un plan, para ello pidió ayuda a su amiga y ésta aceptó. La maquinaria de la cajita de música vibraba al ponerse en marcha, y eso junto con los impulsos de la muñeca de porcelana ayudarían a su bola a saltar al vacío, la bailarina sólo aceptó después de que la muñeca mintiera y le dijera que su bola no era de cristal, sino de plástico y que sobreviviría al golpe. Así que una noche, después de que la muñeca escuchara por última vez el recital esperado, y se apagaran las luces del castillo, se puso el plan en marcha... nunca antes sonaron con semejante compás una caja de música y una bola de cristal, una melodía agridulce, escalofriante y bella, preludio del estallido final.
Andrea no podía entender como la bola había caído de la balda, con sumo cuidado recogió los trocitos de cristal y barrió las motitas de nieve sintética. Y se admiró de ver que la muñeca no había sufrido ningún daño. La bailarina confundida le preguntó desde la estantería cómo había podido salir ilesa del golpe a esa altura, a lo que la muñeca le respondió ¿Tú me preguntas el por qué? Porque siempre fui de trapo.
Cuando las caricias de tus letras traspasan los límites de lo físico, y tus canciones escogidas hacen temblar a un alma atormentada. Cuando tu sonrisa salpica mis mañanas y tu pasión adorna mi cama, cuando la poesía emana de tus labios y se posa en cada uno de mis sentidos. Cuando enciendes una estrella al intuir que estoy perdida. Cuando escucho al perfecto bandido pienso en eso... 4 horas y un océano.
Perdóname por llegar tarde. Feliz San Valentín.
- Galia -
Llegamos a su departamento. La verdad es que el amanecer valió la pena.¡Qué espectáculo!. Creo que me acostumbraré a que todos los momentos que viva con ella serán espectaculares.
Dejó las llaves sobre el secreter, tomó mi mano y me sentó a su lado en el sofá mas grande. Tan cómodo, tan suave, aunque nunca tanto como su piel. Ella empezó con los ojos cerrados a hacerme cariño en el pelo, cada cariño me relajaba más, la manera de tocarme como si fuese una pieza fina de colección, me hace sentir en las nubes. Aproveché para cerrar los ojos y dejarme llevar. Ella puso su cabeza en mi hombro y empecé a sentir su respiración cerca de mi oído, una invitación a que la acariciara. Despacito me fui acercando a su rostro hasta que terminé por besarla.
¡Qué labios! Dios mío, gracias por esta mujer. Quién iba a pensar que me la merecía.
De a poco fui besándola por toda su cara, su nariz, sus oídos, sus ojos. Era dulce como el almíbar, podría estar tocándola toda la noche, o toda la mañana, pues el sol ya se había puesto sobre nuestra ventana. Me levanté y cerré las cortinas, esta oportunidad no la iba dejar pasar. Ella desde el sofá me estaba observando, me acerqué, la miré fijamente, y me dejé caer sobre ella. Poco a poco la temperatura iba subiendo y nuestras respiraciones también, no nos decíamos nada...... se podía escuchar como los latidos de nuestros corazones se aceleraban. Con suma dulzura empezó a desabrochar los botones de mi camisa, la piel se me puso de gallina, pero sólo me dejaba querer. Empezó a besarme en el pecho, me sentía imponente. Nos fuimos sacando la ropa lentamente, entre besos y caricias. Cada vez más apasionadas. El sofá nos quedaba pequeño así que boté todo lo que había encima de las mesas de centro en un acto de desesperación, la tomé en mis brazos, y la recosté sobre ellas. Me quedé un instante de pie, mirando tal belleza. Creo que la sonrisa no me cabía en el rostro. El solo pensar que seria mía una vez más y para siempre me daba un fuerza interior impresionante, por eso la tomé de la cintura... y la hice mía.
Después de amarnos hasta la extenuación, nos levantamos y nos fuimos abrazados a su pieza. Ella se metió en el baño y yo me senté en el borde de su cama a esperarla. No me atrevía a decirle que me tenia que ir, pero así todo la esperé. Ella salió envuelta en una bata blanca. ¡ Cómo se veía! Con su pelo mojado... y yo que ya sabía que venía debajo de esa capa... me volvió loco. Se sentó en mis piernas y me pidió que me quedara con ella. La levanté y la subí a la cama. Me recosté a su lado y cerramos los ojos mientras la abrazaba. Así pasó la mañana, y no sé si fue en sueño o no. Pero juraría que me dijo Te amo. No importa, sea como sea, yo de ella ya me he enamorado.
-- Escrito por Mikel --